Suspender un examen, llegar tarde a una cita importante, olvidar responder al email de un cliente, no comprar a tiempo un regalo de cumpleaños, contar algo a una persona sin recordar que era secreto, dar un grito a tu hijo por no querer vestirse, que no te cojan en una entrevista de trabajo, dar un consejo equivocado. Fallar es inevitable, forma parte de la vida aunque nos pese. Sin embargo, los fallos nos hacen contactar con las propias limitaciones, lo cual resulta tan desagradable como liberador.
El ser humano tiene intrínsecamente un instinto de supervivencia, una tendencia a vivir velando por la permanencia de la especie. Uno de los mecanismos de dicha supervivencia es la capacidad de anticiparse, de prever posibles amenazas con la finalidad de evitarlas o enfrentarlas satisfactoriamente. De esta capacidad de anticipar surge el deseo de control. Algo que todos conocemos muy bien.
Intentamos controlar el mundo que nos rodea de muchas formas: haciendo planes a corto, medio y largo plazo, recabando información, conociendo a las personas que nos acompañan, intentando que otros actúen o piensen de la forma que nosotros consideramos adecuada. El deseo de control, en su justa medida, es natural y adaptativo. Nos ayuda a sentirnos seguros.
El problema viene cuando este deseo de control se hace demasiado grande y rígido. Está bien hacer planes porque nos ayuda a enfocar nuestro presente al futuro que deseamos, pero de ahí a sentir ansiedad cuando las cosas no salen como uno desea, hay un mundo. Por ejemplo, cuando tenemos un proyecto laboral y no avanza como habíamos deseado. O cuando hemos deseado ser madres jóvenes y cumplimos los treinta sin pareja e hijos. O cuando tenemos una cena el sábado por la noche y a última hora se apunta alguien con quien no contaba al hacer la reserva. Todas estas situaciones se pueden vivir con un control sano, que consiste en planificar, organizar, actuar y adaptarse a los cambios e imprevistos.
También se pueden vivir de forma rígida, lo que implicaría sumergirse en la frustración, la culpa y/o la rabia ante lo inesperado. De la misma forma sucede con la recopilación de información como manera de control. Muchas personas deciden leer y formarse a la hora de ser padres, de comprarse un coche o hacer un viaje. Se informan sobre el tema para tomar buenas decisiones y eso es estupendo. El problema vendría si caemos en la sobre información, en gestionar el proceso de forma obsesiva, lo cual generará inseguridad ante las decisiones. Podríamos decir lo mismo con el control que ejercemos hacia las personas que nos rodean. Nos gustaría que pensaran o actuaran como nosotros y en ocasiones podemos intentar que sea así. Pero si ese intento de conexión lleva a la frustración y a la no aceptación de las diferencias, nos hemos pasado de frenada.
Lo que diferencia al deseo de control sano y adaptativo, del control más patológico, es la flexibilidad, la capacidad de adaptación y la integración de imprevistos y diferencias.
Pero somos humanos y hemos de contar con que solemos querer más de aquello que nos gusta. Como cuando comemos nuestro chocolate favorito, siempre hay espacio para más, olvidando que si nos pasamos la indigestión está asegurada. Resulta muy fácil caer en el control excesivo.
Es curioso, cuando el deseo de control se vuelve grande y rígido, lo que deseamos es sentirnos seguros. Sin embargo, es este mismo control el que nos controla a nosotros, ya no somos dueños de él. Lo cual genera tremendos sentimientos de inseguridad. Afloran más quebraderos de cabeza, más temor ante las pruebas o cambios, más incapacidad para disculpar y más dificultad para asumir errores propios y ajenos. El que controla demasiado, se descontrola.
Pero un día resulta que fallamos, que no llegamos donde deseábamos, que no cumplimos los planes y objetivos, que nos fallan las fuerzas o simplemente que no acertamos. Llega un momento en el que llaman a la puerta tus limitaciones y pasan sin permiso. Se cuelan inevitablemente. No hay control que pueda parapetar nuestras flaquezas, porque forman parte de nosotros y del mundo.
Son las limitaciones las que nos enseñan que el perfeccionismo es una fuente de frustración
Son esos mismos fallos los que nos ayudan a recordar que no podemos con todo, que la realidad no siempre depende de nosotros y que jugar a ser Dios sale caro. Son las limitaciones las que nos enseñan que el perfeccionismo es una fuente de frustración, que hay cosas que podemos gestionar pero otras se nos escapan. Curiosamente, esto resulta un alivio. Es como si alguien nos diera permiso para flaquear, para no tener que dar siempre el 100%. Es compatible el esfuerzo y la exigencia con la flexibilidad y la aceptación.
Asumir los límites, aceptar que fallamos, no sólo mejora la relación con uno mismo, sino que facilita tremendamente la relación con los demás. Entender nuestras imperfecciones nos ayuda a aceptar las ajenas. Ser conscientes de que a veces fracasamos, de que no siempre estamos a la altura, permite naturalizar que los demás también lo hacen. Entendemos que la imperfección no es un símbolo de insuficiencia, sino de humanidad. Vivir así es mucho más equilibrado.