Empieza el día con el odioso sonido del despertador, me levanto con los ojos medio pegados, ducha, café y directo al trabajo. Ahí me encuentro con correos pendientes, proyectos, reuniones de última hora y algunas bromas con los compis. Tras una larga jornada salgo de la ofi y voy directo al gimnasio, acostumbro a llevar la mochila encima. Por la noche, preparo el táper del día siguiente, ceno, un poco de redes sociales, capítulo de la serie y a dormir. Así vivimos, un poco como el día de la marmota.
La vida es cotidianidad, desde luego, la rutina ocupa el grueso de nuestra historia vital, es bueno adaptarse a ella y encontrar ahí cierta comodidad y bienestar. Sin embargo, corremos el riesgo de convertirnos en autómatas, en vivir día a día en modo avión, en caminar superficialmente por nuestra vida como meros ejecutores de tareas. Cuando esto ocurre, sin darnos cuenta perdemos el control de nosotros mismos, de nuestra realidad. El hecho de dejarnos llevar sin conectar con lo que tenemos delante, nos priva de la capacidad de tener el control, de llevar el mando de nuestra vida y son otros elementos los que van decidiendo por nosotros. El pensamiento social, las expectativas propias y ajenas, lo preestablecido, los miedos, las conductas aprendidas tiempo atrás, se convierten en los capitanes del barco. Cuando no tomamos conciencia del rumbo de nuestra vida, dejamos de ser los guías y pasamos a ser esclavos de otros jefes.
Y es que a vivir se aprende. No sale, no fluye, vivir (plenamente) no es un automatismo. El sentido común ayuda, desde luego, pero no es suficiente cuando hablamos de construir una identidad genuina y una realidad propia. Si queremos que nuestra vida sea, en la medida de lo posible, lo que deseamos de ella, es necesario ponerse manos a la obra. Si queremos ser las personas que habíamos proyectado, es necesario aprender a automoldearse.
Aquí empieza el camino, tomando conciencia de que nuestra existencia es valiosa, de que merece la pena construir algo grande y de que estamos preparados para ello si encontramos las herramientas adecuadas.
Estas herramientas son aprendizajes, y en concreto hay diez que nos ayudan a vivir mejor, más plenamente.
Índice de Contenidos
10 aprendizajes para aprender a vivir
1. Aprender a pensar
Aprender a pensar es aprender a conocerse a uno mismo, a entender cómo soy, de dónde vengo, cómo funciono, cómo me relaciono con los demás, cuáles son mis miedos. El autoconocimiento, más que responder a ¿cómo soy? responde a ¿quién soy? Esto nos aporta una gran cantidad de información y la información es poder. Cuanto más nos conozcamos a nosotros mismos, mejor manejaremos las relaciones personales, tomaremos decisiones más realistas y seremos capaces de saber qué riesgos asumir. En esta composición del yo, es crucial la propia visión y también la de las personas que me rodean. Cada uno se autopercibe de una manera, pero desde fuera, la misma imagen se puede ver distinta, hay cosas de nosotros mismos que conocemos a través de la mirada de otros. La personalidad tiene muchos puntos ciegos, prismas que no somos capaces de ver desde nuestra posición. Conocer esa zona ciega, nos ayuda a conocernos un poquito más. Para ello podemos responder a ciertas preguntas ¿qué aporto a las personas que me rodean? ¿qué carencias encuentran mis seres queridos en mí? ¿qué parte de mi forma de ser me cuesta asumir? ¿qué imagen proyecto? ¿qué es aquello que me cuesta mostrar?
Por otra parte, aprender a pensar también es aprender a evaluar la propia realidad, la etapa del ciclo vital donde nos encontramos. Para esto es útil hacer una especie de ITV de vez en cuando. Evaluar cómo vemos cada área de la vida (familia, trabajo, pareja, hijos, amistades, tiempo libre…) y así conectar con los logros adquiridos y los deseados.
2. Aprender a hablar
Aprender a hablar es aprender a comunicarnos, y es que la comunicación es el puente que nos conecta. No hay intimidad sin comunicación, no se puede amar lo que no se conoce, por ello es imprescindible la apertura al otro.
En este aprender a comunicar, encontramos dos tendencias comunicativas desadaptativas. La primera es la comunicación pasiva. Esto es la incapacidad para expresar opiniones o emociones, la dificultad para enfrentar conflictos y para dar valor al propio punto de vista. Las personas con comunicación pasiva, evitan compartir su intimidad con las personas que les rodean, prefieren escuchar a hablar y suelen quitar hierro a las cosas para mantener el equilibrio. Esa pasividad puede venir del miedo a ser rechazado, de la tendencia a hacerse de menos, de la incapacidad para conectar con las propias emociones e incluso del deseo de complacer. En cualquier caso, son personas que pueden tener sentimientos de soledad fruto de su hermetismo, personas que en algún momento pueden explotar tras haber acumulado tanto en la mochila.
En el polo opuesto encontramos la comunicación agresiva. Este patrón comunicativo peca de ser excesivamente brusco, son personas más bien reivindicativas, justicieras, capaces de defender lo suyo, pero con poca delicadeza hacia el otro. No es lo mismo sinceridad que agresividad, y estas personas pueden confundirlo. Esta forma de comunicarse puede ser una manera de reafirmarse, de reclamar atención o de sentir competencia y control
La comunicación más deseable es la asertiva. Una comunicación que respeta a uno mismo y al prójimo, una comunicación que permite abrirse al otro y confiar en él, que permite quejarse con delicadeza y emitir una opinión con serenidad.
3. Aprender a intimar
Generar vínculos de intimidad significa crear lazos, incluir a otros en nuestra vida, hacerles partícipes y a su vez participar nosotros de la suya. Somos seres sociales, estamos hechos para el encuentro y nuestro anhelo más profundo es amar y ser amado. Por ello, construir relaciones estables, íntimas y seguras es la base de nuestro bienestar.
Construir relaciones de calidad implica hablar y escuchar, dar y pedir, cuidar e interesarse por el otro, compartir, confiar. La intimidad implica riesgos, por supuesto, ya que le damos al otro el poder de influir en nosotros de alguna forma. Poder que también se ejerce en la otra dirección. Es por eso por lo que es importante compartir nuestra intimidad con aquellos que son queribles y confiables, sabiendo que el amor implica riesgos pero que aun así merece la pena.
4. Aprender a aceptar
Aprender, por una parte, a aceptarnos a nosotros mismos. Aceptar nuestras limitaciones, defectos y heridas. Aceptar que fallamos, que no podemos con todo y que somos limitados. Aceptarse a uno mismo es saberse pequeño y a la vez reconocerse grande y valioso. Nuestras imperfecciones nunca serán un reflejo de insuficiencia, sino de humanidad. Entender que no somos perfectos es liberador, ya que asumimos que no podemos con todo y que así está bien. La conciencia de imperfección nos libera de las exigencias tan rígidas que a veces nos ponemos sobre los hombros, nos permite funcionar sin miedo al error, ya que este es parte del proceso.
Por otra parte, aprender a aceptar también habla de hacer las paces con la propia realidad. Aceptar que no todo en la vida es como habríamos deseado, que no todas las personas responden como esperábamos o como nos gustaría y que las cruces forman parte del camino. Todos conformamos un plan de vida concreto (formar una familia, llegar a cierto puesto de trabajo, comprar una casa, viajar…) y lo habitual es que sea un plan que no se cumple, al menos en su totalidad. Es aquí cuando sentimos que fracasamos. Aprender a aceptar es entender que a veces las cosas no son como hubiéramos elegido, pero que así está bien, que podemos ser felices de muchas maneras, que los imprevistos no son fracasos.
5. Aprender a renunciar
Aprender a renunciar es aprender a elegir, a comprometerse. Entender que todo lo importante implica renuncias y que elegir un camino significa no transitar otros.
Parece que pretendemos trabajar como si no tuviéramos hijos, criar como si no trabajáramos, viajar y ahorrar, conocer a gente nueva y mantener las amistades de siempre, tener lo bueno de estar en pareja y también la libertad de la soltería. Nos cuesta renunciar porque lo queremos todo, porque tenemos miedo de equivocarnos, de esforzarnos por algo que al final no resulta tan valioso. Nos olvidamos, que el hecho de renunciar nos ayuda a dar valor a aquello que construimos, porque tomamos conciencia de que tiene un coste, de que implica esfuerzo y tesón. Y sobre todo, porque al renunciar aumenta nuestro interés para que lo elegido vaya bien. No nos sentimos más felices cuando tenemos todo a nuestra disposición, sino cuando nos vemos capaces de hacer cosas grandes con lo que tenemos.
6. Aprender a poner límites
Aprender a poner límites no es únicamente permitirse decir que no o reivindicar derechos. Poner límites significa alejarnos de aquello que nos daña, poner límites a aquellas cosas que restan más que suman, que nos esclavizan, protegernos de los apegos, idolatrías o dependencias que hayamos generado.
A veces idolatramos el trabajo, el dinero, el qué dirán, la imagen. A veces se nos va de las manos el consumo, el uso de las redes sociales, el culto al cuerpo, las horas de trabajo. A veces, sin darnos cuenta, somos esclavos de cosas que lejos de reconfortarnos, nos quitan la paz porque nunca es suficiente.
Los límites más importantes que hemos de aprender a poner son los límites a uno mismo. En aras de tratarnos con respeto, de valorarnos por lo que somos y no por lo que tenemos, de conseguir ser libres.
7. Aprender a salir de mí mismo
La relación con uno mismo es crucial, trabajar la autoestima, el autocuidado, la aceptación, son tareas necesarias y maravillosas. Sin embargo, el sentido de encontrar la propia valía está enfocada, en parte, en ofrecerla al otro. Cuando entendemos que tenemos mucho que ofrecer, nos sentimos llamados a compartir con el otro, a ofrecernos, a salir de nosotros mismos y conectar con los que nos rodean. El hecho de sentirnos valiosos y dignos nos impulsa a relacionarnos con los demás, como queriendo mostrar el tesoro que llevamos dentro.
El amor propio y el amor al prójimo van cogidos de la mano. Como me quiero, puedo quererte. Como me acepto, puedo aceptarte. Como me cuido, puedo también cuidar de ti. Ni abnegación ni egocentrismo. Nos sentimos plenos cuando, sabiéndonos valiosos, compartimos la vida con las personas que queremos, cuando les cuidamos.
8. Aprender a comprender
Aprender a comprender no significa justificar constantemente ni tener una actitud pusilánime. Comprender significa entender por qué cada persona funciona de una forma concreta, porqué actúa, piensa y siente genuinamente. Comprender significa huir del juicio rápido, dejar de interpretar cada conflicto con un “es idiota” “lo hace para fastidiar” “me tiene manía” o “desea hacerme daño”. La realidad es más compleja que esto.
Para comprender a los que nos rodean necesitamos tener en cuenta que cada uno cargamos con una mochila de experiencias, aprendizajes, miedos, expectativas, hábitos y heridas. En función de todo este cargamento invisible establecemos una forma de funcionar en nuestro día a día. Cuando entendemos esto, podemos pensar que quizá mi pareja no me llama no porque no me quiera, sino porque tiene costumbre de ser más independiente. Que mi jefe habla duramente no porque no me valore sino porque tiene una gran presión encima. Que mi madre pregunte tantas cosas no porque no confíe en mi sino porque tiene muchos miedos.
Comprender, no es compartir ni justificar. Sino entender qué hay detrás de cada persona.
9. Aprender a asumir limitaciones
Aprender a asumir que no podemos con todo, que eso de “si quieres, puedes” no es real, que somos imperfectos y que fallamos. La imperfección es liberadora. Cuando entendemos que tenemos limitaciones aprendemos a contar con ellas, encajamos los fallos con responsabilidad pero sin culpa, y curiosamente, somos más transigentes también con las limitaciones de los demás.
Dios existe y no eres tú, relájate.
10. Aprender a perdonar
Aprender a perdonarles y a perdonarnos. Entendiendo el perdón no como un borrón y cuenta nueva, no como un olvido, sino como una forma de soltar el rencor. Cuando alguien nos hace daño deja una huella en nosotros, deja un poso inevitable. Por ello, son tan valiosas las relaciones de largo recorrido, han de construir un vínculo muy fuerte para cargar con aquellos arañazos emocionales que se van generando. El perdón es un proceso que empieza por una decisión, pero que necesita tiempo. Perdonar no es justificar ni olvidar, es comprender lo sucedido, entender que nos fallan y fallamos, es no permitir que el rencor o la venganza se hagan protagonistas. Cuando aprendemos a perdonar, somo capaces de cicatrizar los golpes recibidos, porque intentamos mirar y mirarnos con compasión.
Pues eso, que aprender a vivir es en sí mismo una forma de vida, una manera de caminar con conciencia plena, con deseo de mejora y con ganas de querer y querernos mucho.